lunes, 26 de agosto de 2013

El monstruo eres tú, "Ánima esquiva", de Adriana Bañares




 Adriana Bañares
Ánima esquiva
Editorial Origami, 2013


Salir del escenario o crecer. Dejar de usar tacones como una teen o volver a entretenerse mirando a las muñecas. Rozar, arañar, ponerse de puntillas al borde del abismo.

La poesía de Adriana Bañares (Logroño, 1988) se retroalimenta: es su poesía y es ella. Es el borde del abismo y es la puta poesía. Preguntarse qué es poesía, qué hago escribiendo, qué escribo, qué hago amando. Qué demonios es amar.

Adriana Bañares es el centro de sí misma y es la voz de una generación: no por multitudinaria, sino por todo lo contrario. Los nacidos a finales de los ochenta y principios de los noventa son unos jóvenes que se debaten entre unos sueños que (ya saben) no van a poder cumplir y una eterna pregunta sobre quiénes son y dónde encajan. Están solos. La voz de Bañares en Ánima esquiva (Origami, 2013) sigue indagando la postadolescencia y los espacios intermedios que la mayor parte de los lectores se saltan por incómodos. Su poesía se desarrolla (porque cuenta) en una habitación concreta y en un tiempo determinado. También en la extraña normalidad de los sueños o en los recuerdos de las camisetas interiores sudadas de la clase de gimnasia. Y en un cuerpo que ni es infantil ni es adulto, ni es joven ni es viejo. Un cuerpo concreto que dicta un tiempo y que ¿tiene alma?

A pesar de los fogonazos, más que imágenes poéticas como tal; a pesar de las entrañas y del amor a la casquería que muchos sentimos y a pesar de su voz, dulce, callada, visceral, estoy segura de que la poesía de Adriana Bañares alcanzará otros niveles y verá otras puertas y correrá otras cortinas. Y se asomará a otras ventanas, que poco tendrán que ver con las de estos textos primerizos que salen ahora, después de unos cuantos años, a la luz. Que mirarse a sí misma no es malo y sigue siendo la única manera de entender a los demás, porque el yo es el “prójimo” más cercano. Pero también llegará un día en el que las protagonistas de las películas de serie B nada dirán de nosotras y las voces de nuestra cabeza se silenciarán.

La poesía de Adriana Bañares sigue siendo el diario en forma de prosa de una chica. Un diario donde salen retratados muchos monstruos, que todos reconocemos y en los que todos nos reconocemos. Esos monstruos tararean canciones en inglés o se cuelan en nuestras noches en forma de insectos. Bañares dejará algún día de rascar temblorosa esa herida infectada y nos dirá: “déjame amar al monstruo” o “el monstruo eres tú”. Y entonces volará.



lunes, 19 de agosto de 2013

"Barreras", de Hasier Larretxea





Hasier Larretxea
Barreras
La Garúa Libros, 2013





Oigo The Glorious Land de PJ Harvey (canción incluida en su último álbum: Let England Shake, 2011) y pienso en la infancia de la cantante en la campiña inglesa, allí en el condado de Dorset, rodeada de ovejas, aprendiendo a tocar el saxo y la guitarra; y pienso también en Hasier Larretxea, en su infancia en el valle de Baztan (Navarra), rodeado por verdes laderas, aprendiendo a hablar, aprendiendo el sonido de los campos.

La Garúa libros acaba de publicar Barreras, la edición traducida al castellano (traducción realizada por el propio autor en colaboración con Zuri Negrín) de Atakak (Alberdania, 2011), libro escrito originariamente en euskera por el poeta navarro, establecido desde hace años en Madrid. Y es que Barreras incluye esa conexión entre música y poesía, pues Hasier cita a la cantante inglesa. Ciertamente, en el libro se convocan diferentes influencias musicales y literarias, además de erigirse con vigor y tensión vital entre la expresión interior del poeta y las circunstancias (exteriores) o el paisaje en las que habita, en la experiencia de afrontar los límites o las fronteras ante las que nos alzamos como razón de ser individual y también como razón de creatividad.

Barreras se divide en cuatro partes bastante diferenciadas. En la primera el paisaje urbano se hace presente desde el título: Cercado por los escombros de los edificios. Aquí el poeta pisa firmemente el desequilibrio urbano, la capacidad de la ciudad de crearse sobre los escombros y renovarse constantemente. Además, Hasier nos muestra la ciudad no solo como un ámbito más de intemperie que de amparo, ámbito de exteriores deshumanizados, sino también como un no-lugar, como un lugar para el olvido:

Recuerdo,
muralla del pasado.

Cementerio de la memoria.

Y el olvido no es más que la negación de uno mismo, la negación de lo que hemos sido, el borrado de todo lo que somos. No obstante, frente a esa superficie imperativa, frente a esos cercos urbanos, Hasier identifica ríos y riachuelos en su subsuelo, creando imágenes evocadoras y poderosas, flujos de agua que saben su destino, que no dejan de avanzar, que mantienen su rumbo a pesar de todas las barreras, de todas las dificultades; incluso, a veces, a pesar de nosotros mismos. 

En la segunda parte, Pliegues en la ropa tendida, frente a un cierto esperpento irónico de lo urbano, surge un ámbito natural, rural, que es el ámbito familiar del poeta, la casa sólida en la que se crío, el paisaje, la seguridad de lo conocido:

Vidas que se cuelgan del hilo
de la cordura.

El apego no a la tierra sino a una cotidianeidad de sonidos y acciones, a la vitalidad cultivada de los árboles y los prados, una manera de respirar y de enfrentarse a la luz, es el reconocimiento de la propia identidad, del paganismo telúrico que pervive en el subconsciente del autor y que le ayuda a reconocer el mundo y a reconocerse a sí mismo en cualquier entorno. Aquí las barreras son las distancias, y la mayor de las distancias que tiene que recorrer no es otra que la del poeta para retornar a sí mismo.

La tercera parte, La perdurabilidad del resplandor, se nutre de poemas breves donde frente al exterior urbano o rural, el poeta se afianza en un diálogo entre un tú y yo atemporal, eminentemente amoroso:

Que la muerte
te sorprenda conmigo.

En esta parte la poesía es un reflejo en el otro, un mantener la mirada hacia el exterior de uno mismo, un sostenerse en el idioma del conocimiento, es la luz que emana y abraza la sensibilidad y la sensatez, interpretando la complejidad de lo sencillo. En estos poemas breves, casi aforísticos, Hasier nos presenta su yo más reflexivo, más depurado.

Y, la cuarta y última parte, A escondidas con la memoria del olvido, el poeta desentraña una existencia en la que las luces y las sombras forman un conjunto vital y sincero; donde el lenguaje, tal vez de forma totalmente contradictoria, es la herramienta para la superación de cualquier barrera pero también la excusa para levantarlas:

Cuando se habla  para no pronunciar.
Cuando la palabra es un embudo.

Barreras es un libro de una aparente ligereza formal que desvela una honda preocupación por la estética de lo natural y por la belleza del pensamiento. Su estilo limpio y depurado esconde un gran trabajo de contención y expresividad, donde el amor –identificación absoluta–, sin ser nombrado como tal y, por tanto, huyendo de cualquier evidencia, se convierte en el soporte firme, en motor de superación y creación. 

Al fin, vuelvo a PJ Harvey, y es que la cantante inglesa mezcla a la perfección en Let England Shake sonoridades de diversas procedencias, creando así una música mágica, dulce y vigorosa. Permítanme la analogía: Hasier Larretxea también mezcla en Barreras sonoridades y temáticas distintas para crear una poesía convincente y sentida.




lunes, 12 de agosto de 2013

"La tumba del marinero", de Luna Miguel





La tumba del marinero.
Luna Miguel.
La Bella Varsovia, 2013.

 
            No existiría La tumba del marinero sin lo feo de la enfermedad, sin las épocas oscuras que todos tenemos. Pero no podemos dejarnos llevar por esa zona sin luz de la literatura de Luna Miguel, porque es perfectamente entendible si recordamos que la mínima llama de una vela hace que la oscuridad total sea tenue y propensa al amor más emocionante, escondido, prohibido y desgarrador que haya existido nunca.

            El Erebo aparece entre estas páginas, y se hace amigo nuestro. Nos hacemos amigos del dolor en un momento de locura transitoria que nos hace recapacitar sobre qué es estar sano. Algo que sólo recordamos cuando dejamos de estarlo. Como el amor de  Jaime Gil, la salud sólo recibe su justo reconocimiento cuando no se tiene. 

            El libro de Luna es un rasguño de esos que se reciben cuando menos lo esperas, y   su mirada, como la tuya, amable bestia, profunda y fría, corta y hiende como un dardo”[1]

            Nos enfrenta al cáncer, al dolor, a la pérdida de los seres amados, de los escritores amados, de los poemas que jamás serán escritos.  La sangre derramada en la escritura de este libro es la misma sangre que hemos perdido en la batalla de vivir.

            Alguien me dijo alguna vez que no hay que nombrar la soga, pero en este caso, no es posible sobrevivir sin hacerlo. La literatura de la que se hace alarde en este libro es vista por muchos como innecesaria. Pero sólo por el miedo que tenemos a poner nombre a las cosas que nos hacen seres caducos. El amor y el dolor, la vida y la muerte,  el sexo, el deseo, la ausencia de ellos.

            La tumba del marinero nos regala comunicación, desarticula los principios que regulan nuestra relación con palabras como sangre, hospital, muerte, locura y vida.

            Nos proporciona una verdad que permite ser guardada en frasco de esencia.  Es la verdad de una escritora enferma, a la que hace tiempo que se la quiere así, doliente, hiriente, de amor herida. Porque nos pesan la vida y sus libros como pesa el aire caliente de una sala de espera de hospital, cuando no salen los resultados, o sí salen y lo hacen para mal, como pesan los nervios cuando todos se van y quedas tú con tus palabras sangrientas en la cabeza, cuando lo único que quieres es que la vela se consuma de una puta vez y ante ti se desvanezca el reflejo de lo que alguna vez fue la fiesta morir gratuitamente, sin apenas haber sido consciente de ello.

            Este libro muere con Antonin, con Alejandra, con Silvia, con Virginia, con David, con Leopoldo, con Luna, con tus pulmones, con mis ovarios, con mi útero dañado, con el hígado destrozado sin saber por qué, con el páncreas en la palma de la mano chorreando azúcar moreno.

            Pero lo que de verdad duele de este libro es que cuando se cierra se ve el amor con otros ojos, se siente el dolor con otros nervios, las jeringas que ya pinchan de otra manera, en hueso.

            Será el fin de un mundo conocido hasta ahora entre líneas, cuando comprendes que “lo que esperas y lo que temes no es al final tan diferente”.[2]





[1]  El gato. “ Las flores del mal”. Charles Baudelaire. Nórdica. 2007.
[2] Lo único. “Todas las lenguas de los hombres”. Jesús Fernández. La Bella Varsovia. Córdoba. 2013.


lunes, 5 de agosto de 2013

"Un dios enfrente", de José García Obrero





José G. Obrero
Un dios enfrente
La Garúa Libros, 2013



¿Quién no ha tenido alguna vez un dios enfrente? No importa la forma, dios está hecho a imagen y semejanza del hombre, es de barro y por tanto puede adoptar cualquiera. Puede ser un notario, un quinqui con navaja o un director de recursos humanos. Aunque en el caso de José García Obrero mejor sería referirnos a un espejo. Uno de esos espejos de la Isla de Pascua a los que Cortázar trasladaba de campo semántico diciendo que adelantaban o atrasaban igual que si fueran relojes. El espejo que nos ofrece JGO en estas páginas ofrece una mirada en retrospectiva, una imagen que transita –quebradiza, voluble- por los 4 elementos.

El poeta José Antonio Arcediano apuntaba en la presentación de Un dios enfrente en Barcelona, que JGO manejaba con tino dos símbolos tan potentes como lo son la tierra y el agua, algo con lo que coincido completamente. Para empezar, la primera parte del poemario se titula Tierra de tránsito, mientras que la segunda Mapa del agua. Tal vez el agua tenga más peso en el conjunto, y no solo por la atención que le dedica en cuanto número de poemas, sino porque Tierra de tránsito parece preceder el libro como una suerte de prólogo, un paisaje desprovisto de ese agua cuando ambos deberían ser elementos íntimamente ligados. Esa ausencia anticipa la tromba como la calma antecede a la tormenta, y el Microclima que cierra la primera parte ejerce un papel de epílogo para la sed a partir del cual se tejen las coordenadas del mapa acuático que le sigue. Un mapa vertical donde encontramos el agua en forma de lluvia, de corrientes subterráneas que forman estalactitas, o de afluentes, pero nunca el agua en su estado más común: el mar, o sosegado: un lago. 

En cuanto a los otros elementos que, efectivamente no tienen el mismo protagonismo, pueden ser intuidos en la tercera parte Violencia gratuita (qué es sino el fuego la combustión de esos poemas de corte pugilístico), y el aire en la Nada me contiene, cuyos poemas llevan títulos como Hueco, Vacío, Cáscara y Silencio

Tras la sequedad de esa tierra en tránsito la voz encuentra un oasis emocional del que se empapa, una burbuja que estalla devolviéndole a un panorama sembrado de confrontación y tal vez rencor. La Nada me contiene posee la ingravidez de las motas de polvo que flotan en la luz, una suerte de ataraxia en la que se reencuentra el desierto pero sin la angustia, sino con una especie de resurrección en el propio dios en que nos hemos convertido después de haber sobrevivido al fracaso (él lo llama hundimiento en el poema Apocalipsis).

Este recorrido podría ser hueco como una cáscara, o lleno de palabras vacías. Pero no es el caso. Si algo se le puede echar en cara a este poemario es que no deja espacio para la respiración. Es denso como el fondo del mar, para cuyo descubrimiento precisamos de una bombona de oxígeno. Y como el fondo del mar está lleno de tesoros. El trabajo de JGO recuerda un poco a la labor de un orfebre tallando las gemas en cada poema. Pero sus versos no tienen nada que ver con las perlas, suaves y esféricas, sino con las piedras preciosas con aristas, diamantes que arañan, que rayan el espejo. 

La densidad de Un dios enfrente no lo es de barroquismos o de conceptos filosóficos abigarrados como la escultura que nos ofrece su cubierta. La densidad del poemario lo es como un mar lleno de medusas. Etéreas y peligrosas a un mismo tiempo. El contacto con uno de sus tentáculos produce picor. Sin embargo, si a lo largo de los años volvemos a encontrarnos con ellas el escozor inicial irá en aumento. La toxicidad de su veneno  se grabará en nuestra sangre e invadirá nuestras venas hasta poder llegar a ser mortal. El caso de los poemas de JGO es opuesto. Hay veneno, sí, no estamos ante algas inofensivas o peces de acuario a los que acariciar el lomo, pero inoculándonos sus versos encontramos, si no consuelo, el antídoto de la belleza herida, la más imperfecta y por tanto la más sugestiva, como una Venus decapitada o un espejo roto.