LOS ALLANADORES
CARLOS PARDO
Pre-Textos, 2015.
El pasado mes de octubre salían a la
luz Los allanadores, de Carlos Pardo.
Nueve años lo separan de su anterior poemario, durante los cuales el autor ha
publicado dos novelas: Vida de Pablo
(2011) y El viaje a pie de Johann
Sebastian (2015). Este hecho no ha dejado de influir en la poesía de quien
afirmaba haber dejado de escribirla para buscar en la narrativa una cierta
“intimidad con el mundo”. Tanto es así que sus dos últimas entregas, tanto en prosa
como en verso, comparten una misma temática y un juego parecido en la alternancia
de series narrativas dispares. Sin embargo, más allá del alargamiento de los
poemas y la concatenación de tramas, este comercio de géneros no ha supuesto tampoco
un cambio demasiado ostensible en un estilo formado precisamente en una escuela
conocida por su sesgo narrativo: la poesía de la experiencia. Lo que sí resulta
ostensible es que Carlos Pardo demuestra haber cruzado ya esa línea a partir de
la cual un autor no tiene que demostrar nada y puede “soltar la mano”. Nos
encontramos ante su mejor poesía, más personal y también más humana, que se
aleja de frivolidades para encarar algunos de los grandes y al mismo tiempo mundanos
asuntos de la literatura, como el de las relaciones paterno-filiares y su
caducidad, problemática que se hace extensiva al contrato social, de pareja y, de
paso, a la propia identidad.
La cosa familiar ya se apuntaba en Echado a perder (2007), donde algunos
poemas se dirigían hacia la madre o bien hacia el padre, en un tono que anticipa
a los actuales. Y también en anteriores ocasiones lo habíamos leído extenderse -aunque
no tanto- y ensayar yuxtaposiciones discursivas, como en el poema “Un dos
piezas” que cerraba Desvelo sin paisaje
(2002). Estas tendencias y algunas otras convergen en Los allanadores, ofreciendo al lector un poemario maduro pero
fresco, pues su característico humor ácido tampoco ha desaparecido. Por ende,
se refuerza la fusión de coloquialismo y acentuación garcilasiana, de lenguaje
corriente y sociolecto intelectual, lo que sumado a la calculada exposición de motivos
desencadena un efecto sorpresivo y conmovedor. Como el mismo poeta apunta, se
trata de una poética basada en el contrapunto (en “Mis problemas con el judaísmo”).
La llamada disonancia (manifiesta en constantes contrastes) solo alcanzaría a
ser armónica en función de la muerte, si hablamos de la vida, o merced a la
lectura, si hablamos de poesía. Yo añadiría algo que puede parecer obvio, y no
es tan fácil: Carlos Pardo traduce el universo de referentes que le son propios
sin hacer demasiada distinción entre literarios y extra-literarios. Esta poesía
no obedece –o no solo- a una premeditación aséptica, sino a una sociología
personal, pero con conciencia estética; circunstancia a la que él se refiere
como “disciplina de la desposesión”. A menudo, encontramos matices que solo la
complicidad de quien coincida en cierta contingencia cultural puede colegir (es
decir, intraducibles no solo por su léxico, sino por su contexto), y ello
contribuye a otorgar al poemario ese sabor, con perdón, a autenticidad.
También en esta ocasión, como era de
prever, se nos habla desde del filtro descreído de una mirada irónica, una
queja burlesca que muestra la disonancia de valores en sociedad, y en poética.
En Carlos Pardo la ironía es la pose inconformista de quien necesita encajar en
una escena con la que no se termina nunca de estar de acuerdo. Bajo su
apariencia lúdica no deja de ser una estrategia para sobrellevar el absurdo, a
veces doloroso, de la existencia.
Pero, sin duda, otro de los aciertos de
este poemario es haber hecho algo muy raro en nuestra tradición: una poesía
política íntima, alejada de proclamas y del estilo llano de la poesía social (aunque,
evidentemente, parta de la Generación de los 50). En su monólogo interior, Carlos
Pardo recurre a un mismo tono incómodo ya nos hable de su familia, de su
desencanto social o de etimología, y nos acerca así a una vivencia en la que
podemos reconocernos, no porque sea la nuestra, sino porque logra representar,
es decir: ser interior, como la nuestra.